Todas las cosas brillantes y hermosas by James Herriot

Todas las cosas brillantes y hermosas by James Herriot

autor:James Herriot [Herriot, James]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 1974-08-14T16:00:00+00:00


23

Ya estaba otra vez junto a Granville Bennett. De nuevo en aquel quirófano de muros enladrillados, con una lámpara que lanzaba una luz muy potente sobre la cabeza inclinada de mi colega, las enfermeras, las filas de instrumentos y el animalito extendido sobre la mesa.

Hasta última hora de aquella tarde no tenía idea de que me esperaba otra visita a Hartington, pero sonó la campanilla de la entrada cuando terminaba de tomar el té y, al salir al pasillo y al abrir la puerta, vi al coronel Bosworth en el umbral. Llevaba un cesto de mimbre.

—¿Puedo molestarle un segundo, señor Herriot? —preguntó.

Su voz sonaba extraña y le miré inquisitivamente. La mayoría de la gente había de alzar la vista para mirar al coronel Bosworth, con su metro noventa y pico, y su rostro rudo de soldado que tan bien encajaba con las condecoraciones y medallas que obtuviera en la guerra. Yo le veía con frecuencia, no solo cuando venía a la clínica sino también en el campo, donde pasaba la mayor parte de su tiempo cabalgando por los caminos tranquilos de los alrededores de Darrowby, jinete en un gran caballo de caza y con dos terriers trotando tras él. Me gustaba. Era un hombre formidable pero invariablemente cortés, y había una veta de ternura en él que se demostraba en su actitud hacia los animales.

—No es molestia —contesté—. Pase, por favor.

En la sala de espera me tendió el cesto. Sus ojos estaban tensos y había dolor en su rostro.

—Se trata de la pequeña Maudie —dijo.

—Maudie… ¿la gata negra? —Cuando le había visitado, aquella gatita siempre había estado a la vista, frotándose contra los tobillos del coronel, saltando a sus rodillas y compitiendo con los perros para ganarse su atención—. ¿Qué le ocurre? ¿Está enferma?

—No… no… —Tragó saliva y habló con cierta dificultad—. Ocurre que ha sufrido un accidente.

—¿Qué clase de accidente?

—Le arrolló un camión. Nunca sale a la carretera delante de la casa, pero no sé por qué esta tarde lo hizo.

—Comprendo. —Tomé el cesto—. ¿Le pasó una rueda por encima?

—No; es decir, no lo creo, porque volvió a entrar corriendo en la casa.

—¡Ah, bueno! —dije—. Esto no me parece tan grave. No creo que tenga graves heridas.

Hubo una pausa.

—Señor Herriot, ojalá esté en lo cierto, pero es… terrible. ¿Su carita, comprende? Tal vez no haya sido más que un golpe, pero yo… en realidad no sé si vivirá.

—¿Conque la cosa es grave…? Lo siento. De todas formas, entre conmigo y le echaremos una mirada.

Denegó con la cabeza.

—No, si no le importa, prefiero quedarme aquí. Y otra cosa —acarició el cesto por un instante—, si usted opina como yo que no tiene remedio, por favor, duérmala inmediatamente. No debe sufrir más.

Le miré sin comprender por un instante, luego corrí por el pasillo hasta la sala de operaciones. Puse el cesto en la mesa, corrí los cerrojos de madera y levanté la tapa. Vi un cuerpecito negro y esbelto encogido en las profundidades y, al extender la mano hacia la gatita, esta alzó lentamente la cabeza y se volvió hacia mí con un largo gemido de agonía.



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